viernes, 21 de agosto de 2009



UNA TARDE JUNTO AL MAR
Yo era hombre de tierra adentro y no conocía el mar. No sabía que puede tener a veces un color indefinido, casi verde, casi gris, casi azul, casi fosforescente. Tal vez, lo que ocurría aquella tarde fuera que yo no me sentía ni bien ni mal, ni alegre ni triste, ni vacío ni pletórico. Era como si esperara algo y no supiera qué.
Llegué hasta la playa por un sendero que cruzaba una pequeña colina. Dejé a un lado las sandalias para sentir bajo mis pies el contacto con la arena húmeda y la frescura del agua mientras iniciaba un paseo, tantas veces soñado, a lo largo de la orilla, desde un extremo al otro del blanco semicírculo de la pequeña bahía.
Estaba absolutamente convencido de hallarme en el más hermoso lugar de la tierra.
Mis pulmones se llenaron de aquel aire con olor a esencias que el mar traía desde quien sabe dónde, desde los más alejados rincones del Planeta. Siempre había oído decir que junto al mar huele a yodo y a sal, pero yo no podía apreciarlo así; sólo percibía un cierto olor a profundidad, a lejanía, a miedo, a curiosida
Me sentía mágicamente atraído por las aguas ondulantes que iban y venían hasta mis pies, como invitándome a seguirlas. Deseaba hacerlo pero me negué a obedecerlas porque, más allá de donde perdiera el contacto con la tierra, sentiría miedo de que me llevaran lejos, muy lejos; hacia dentro, hacia abajo; donde duerme la luz y empieza el reino de las caracolas, de los corales, de las algas y de tantos otros seres cuyo contacto presentía frío y resbaladizo. Dispuesto a seguir disfrutando de aquel momento, me dejé caer sobre el suelo, sobre la arena fina y cálida. Mis pensamientos echaron a volar...

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